Publicado en Revista del Foro de Empleo y Emprendimiento de la Universidad de Deusto, una versión corta.
Llevamos algo más de un año desde la entrada en vigor de la denominada “reforma laboral” entendida ésta como su principal norma de referencia, es decir al Real Decreto-ley 32/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reforma laboral, la garantía de la estabilidad en el empleo y la transformación del mercado de trabajo. Texto que fue convalidado en aquella esperpéntica sesión del Congreso de los Diputados de 3 de febrero de 2022.
Sin embargo, resulta esencial destacar que la reforma laboral es mucho más que “la reforma laboral”, pues los cambios no pueden circunscribirse en exclusiva a dicho Decreto-ley, de manera que abriendo el foco de atención podremos afirmar que somos testigos en estos años de un significativo proceso reformista de nuestro marco jurídico laboral, que además todo indica que no podemos darlo por finalizado.
Aunque, a decir verdad, en este proceso de cambios estamos asistiendo no tanto a novedades o innovaciones jurídicas (que en algún caso es así), sino más bien a la recuperación de algunos de los paradigmas clásicos del Derecho del Trabajo. Fundamentalmente se pretende evitar la huida de “la laboralidad” a través de la aplicación del “principio de primacía de la realidad o irrelevancia del nomen iuris”. Es decir, que en uso de la lógica de que “las cosas son lo que son y no lo que las partes dicen que son”, se articulan los mecanismos jurídicos para que exista relación laboral y trabajo por cuenta ajena, donde algunos pretenden que haya “relación autónoma, mercantil o un supuesto becario”.
Véase en este sentido la aprobación pionera en Europa de la conocida como “ley rider” que pretende poner fin –no sin dificultades- a un intento de las empresas del sector del delibery para entender como autónoma la relación de trabajo del reparto, de forma que se aprobó el Real Decreto-ley 9/2021 de 11 de mayo y la modificación del Estatuto de los Trabajadores para garantizar los derechos laborales de las personas dedicadas al reparto en el ámbito de plataformas digitales.
Adviértase que estamos utilizando como ilustración de este proceso reformista (y de enmienda a la totalidad de las tendencias de corte liberal y austericidas vividas hasta el momento) a aquellas relaciones o situaciones más fácilmente visibles desde la experiencia de nuestros jóvenes universitarios y universitarias. Como el caso del “teletrabajo”, que igualmente ha sido objeto de regulación con el Real Decreto-ley 28/2020, de 22 de septiembre de trabajo a distancia, para dotar de seguridad jurídica y definir tanto el concepto mismo de “trabajo a distancia” como los derechos y obligaciones de las partes; ello al calor de la necesaria adaptación con ocasión de la pandemia.
Y volviendo al pretendido reforzamiento de la laboralidad de las relaciones, hay que mencionar un asunto que merece nuestra atención como sería la necesidad de diferenciar “la relación laboral” de la existencia de procesos formativos prácticos. En este terreno que denominamos “mercados transicionales” hay una panoplia de situaciones que en demasiadas ocasiones enmascaran relaciones laborales con una alta dosis de precariedad. Y entiéndase que nos consideramos profundos defensores de las “prácticas externas del estudiantado universitario”, pero propugnamos su carácter meramente formativo a través de su limitación y una profunda regulación para evitar las tentaciones propias de estos terrenos fronterizos y pantanosos.
Así, el propio texto del Decreto-ley 32/2021 se hace eco de este debate, pero desde nuestro punto de vista, errando la óptica de partida y la metodología utilizada. Se trata de la referencia que se hace en la Disposición Adicional Segunda que recoge un encargo para la elaboración de un “Estatuto del Becario”. La perspectiva está viciada de origen en su propia denominación pues la figura en términos generales “del becario” es esencialmente fraudulenta y se ha configurado en nuestro país como un mecanismo de escapada de la legislación laboral; careciéndose de sentido la regulación de algo que en puridad debería desaparecer. El punto de partida –y de llegada- debe circunscribirse al desarrollo de “las prácticas formativas” en los procesos formativos reglados. Es decir, lo que no es trabajo es formación, y no debe regularse desde “instituciones jurídicas” puramente laborales. Todo ello, entendiendo el interés de partida por evitar abusos.
En cualquier caso, habiendo transcurrido los seis meses iniciales que la propia “reforma laboral” mandataba para a su desarrollo y otros ocho meses adicionales, continuamos sin la aprobación de un texto que se dirime a través de los clásicos procedimientos negociadores del “diálogo social” entre las organizaciones sindicales y patronal más representativas; y que por otra parte, parece mostrar signos de arrepentimiento de su propio nombre (por desgracia ya generalizado tanto entre los medios como en los propios operadores de la materia), apareciendo en escena como “Estatuto de las personas en formación práctica en el ámbito de la empresa”.
En todos los borradores a los que hemos tenido acceso de ese mal llamado “Estatuto del becario” aparece por fin como denominador común una disposición derogatoria de una figura absolutamente deleznable como es el de “las prácticas profesionales no laborales” del Real Decreto 1543/2011 de prácticas no laborales en empresas. Recordemos que éstas son prácticas en empresas para titulados, y por lo tanto desconectadas de todo proceso formativo. Y no tienen carácter laboral, sencillamente porque la ley dice que no lo tiene, y no por la naturaleza de la prestación misma; vulnerando de esta forma ese principio al que nos referíamos de “primacía de la realidad”. Esta figura precaria es moralmente inconcebible y jurídicamente incompatible con el propio concepto legal de “trabajador asalariado”, sobre todo teniendo en cuenta la existencia tradicional de la modalidad laboral del “contrato en prácticas”. Más allá del proceso de negociación todavía abierto, entendemos que no hay excusa para que esta derogación ya se hubiera producido hace mucho tiempo.
Otro de los axiomas clásicos de nuestra disciplina ha venido estando en entredicho en los últimos 30 años por una legislación flexible y una laxa actitud hacia el generalizado fraude en la contratación temporal. Nos referimos al principio de causalidad en la contratación que muestra la prioridad por el contrato de trabajo de carácter indefinido, de forma que solo se procedería a una contratación de carácter eventual cuando las características del trabajo a realizar tengan dicho carácter temporal. Pues bien, con la introducción de determinadas figuras contractuales “descausalizadas” desde finales de los años 80, junto a una aplicación ultra-flexible del “contrato de obra o servicio”, se había venido generando una cultura de la temporalidad en España que triplicaba los indicadores europeos en esta materia. La desaparición en esta reforma del “contrato de obra o servicio determinado” ha venido a cumplir con aquello “del perro y la rabia”.
Y debemos terminar este relato sobre el proceso de reforma laboral desde la óptica universitaria con la oportuna referencia a los contratos formativos. Se trata prácticamente de las únicas tradicionales figuras contractuales de carácter eventual que no responden al citado “principio de causalidad”, puesto que la temporalidad del contrato no se produce por la tipología del trabajo a realizar, sino en función de las características de la persona contratada.
La reforma procede a modificar los anteriores “contrato para la formación” y “contrato en prácticas”. Adviértase que a pesar de la denominación, no tiene nada que ver con las anteriormente mencionadas “prácticas profesionales no laborales para titulados” y tampoco con las “prácticas curriculares o extracurriculares para estudiantes. Como decimos, se produce un cambio de nomenclatura, pasando a conocerse como “contratos de formación en alternancia” y “contratos para la obtención de práctica profesional”. Y junto a ello, un intento de reforzamiento de ambas figuras contractuales con la intención de hacerlas más atractivas, a la vez que disminuir un posible uso que deje sin sentido la excepcionalidad de la temporalidad.
En relación al contrato para la formación en alternancia, la principal novedad en comparación con su predecesor “contrato para la formación” ha consistido en incluir la posibilidad de realizarse respecto de estudiantes universitarios. Es decir, hasta ahora la conocida como “formación dual” solo se contemplaba con los estudios de formación profesional, de manera que se había construido esta figura contractual como la relación jurídica laboral que acompañara y se coordinara con el proceso formativo. Tras algunas experiencias de “Universidad dual” sin un marco normativo adecuado en la parte “práctica” del proceso formativo, y para evitar el uso “no deseado” de las prácticas curriculares o extracurriculares”, aparece por lo tanto la ampliación de este mecanismo respecto de los estudios universitarios que quieran articularse de tal manera; es decir, como Universidad dual.
Por último, hay igualmente un intento de fomentar el anterior contrato en prácticas, hoy contrato para la obtención de la práctica profesional diseñado para titulados y tituladas, y que podrán realizarse dentro de los tres años, o de los cinco años si se concierta con una persona con discapacidad, siguientes a la terminación de los correspondientes estudios, sustituyendo al plazo anterior –claramente excesivo- de cinco y siete años respectivamente. Tratándose de un contrato temporal “sin causa”, sino que atiende más bien a una lógica de fomento de la inserción laboral de recién titulados y tituladas y para que este colectivo pueda “romper el hielo” de la experiencia profesional, no tenía sentido una duración desproporcionada como aquella máxima de dos años que es la que se establecía en el anterior contrato en prácticas. Dicho límite se marca actualmente entre un mínimo de seis meses y máximo de un año, sin perjuicio de su modificación por convenio colectivo dentro de esos límites.
En cualquier caso, y al margen de estas modificaciones, a nosotros siempre nos pareció un magnífico instrumento de fomento de la empleabilidad de la juventud universitaria que sustituyera a otros mecanismos precarios y con frecuencia fraudulentos que se ocultan bajo la genérica calificación de las “becas”. Hasta el momento, y desde nuestra óptica iuslaboralista y universitaria, podemos concluir que se está en una dinámica de un cambio de paradigma con muchas luces y alguna que otra sombra.