Sin advertir “que las banderas no se comen”, hay quienes se han llevado demasiado tiempo empeñados en poner el acento en las cuestiones identitarias; pero ni siquiera de las propias sino de las ajenas. Pues siempre ha dado mucho juego aquello de la búsqueda de un enemigo externo común para afianzarse en el ámbito interno, e incluso para desviar la atención de sus auténticas miserias. Desde luego, no es nuestra intención pretender establecer los parámetros que separen lo racional de lo sentimental. Ni vamos aquí a cuestionar dónde cada uno pone el límite entre el corazón y las vísceras
Porque sencillamente, cada uno se siente territorial y étnicamente cómo y de donde le da la real gana. Que a uno le dé “el pellizco” con la blanca y verde de Blas Infante, es tan respetable como quien se emociona con el himno sin letra… o els segadors. Y si muchas “identidades comunes” se juntan, pues es lo más lógico del mundo que se pretenda una base soberana en el proceso de toma de decisiones colectivas. Queremos decir con ello, que resultan entendibles –se comparta o no- las pulsiones soberanas e independentistas en ciertos territorios, y sin entrar en otras consideraciones jurídicas, constitucionales, de mayorías necesarias para ello, de condiciones para que algo así se produzca, etc.
Pero mientras el escenario sea común, no… ¡con las cosas de comer no se juega! Y ni tan siquiera sería necesario acudir a criterios ideológicos de justicia social, de redistribución de la riqueza, de corrección de las injusticias históricas como consecuencia de la asignación dictatorial de roles económicos a los territorios, etc.
Sería suficiente con invocar a determinados preceptos constitucionales que señalan la obligación del Estado en remover los obstáculos que impidan la igualdad de los individuos y los grupos (art. 9); la progresividad fiscal mediante la contribución al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo (art. 31); la obligación igualmente de los poderes públicos de promover las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa (art. 40); o que el Estado debe velar por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español (art. 138).
Habrá que aclarar, que desde el punto de vista territorial España es un auténtico Estado Federal. Ya lo es, a pesar de la peculiar denominación del “Estado de las Autonomías”, en el momento que éste se ha ido desarrollando progresivamente y a diferentes velocidades. Si no nos llamamos como tal, será porque aquello de “federal”, pues sonaba a eso… a República Federal. Y ese es el escenario común al que nos referíamos anteriormente. Y aquí, desde nuestra perspectiva no cabría un planteamiento de tipo confederal en lo económico, y asimétrico; contraviniendo así los principios rectores de la política económica consagrados constitucionalmente.
Advierta el lector que en nada estamos a favor ningún tipo de modelo re-centralizador, pues a nuestro entender las competencias –salvo para cuestiones ambientales y en ciertos elementos de ordenación del territorio- deberían ejecutarse de la forma más cercana posible a la propia ciudadanía. Es más, si fuera por quien suscribe la presente reflexión, apostaría por la Iberia que propugnaba José Saramago a través de una Confederación en la que –eso si- Andalucía formara parte de ese conglomerado de Estados a confederar.
Porque ahí estriba la diferencia entre la federación y la confederación de Estados. En el segundo de los casos la soberanía la ostentan los distintos territorios que, en función de su autonomía deciden asociarse con el resto, cediendo determinadas competencias. Si ese es el debate en el que debemos movernos con el reconocimiento de nuestras maravillosas diversidades, pues vayamos a ello sin pudor y sin complejos. Pero entenderán que estemos haciendo una disquisición teórica y no tengo la menor duda que no sea ese el escenario que se plantea en España. Y mucho menos el de la independencia de ciertos territorios que no podrían pretender quedarse “con las rositas sin espinitas”.
A estas alturas de relato se puede colegir nuestra posición crítica respecto al acuerdo alcanzado por el PSOE (que no el PSC) con Esquerra Republicana de Catalunya en la investidura del candidato del PSC, Salvador Illa, y que contemplaría un “concierto económico” para ese territorio, aunque en el acuerdo no se especifique de tal modo.
Hace ya mucho tiempo que esbozamos la auténtica falacia del concepto de “la balanza fiscal territorial”, que poco a poco lo han ido introduciendo en nuestro imaginario colectivo como si de un planteamiento riguroso se tratase. Quizás como divertimiento científico podría trazarse, pero esa comparación entre lo que “supuestamente” aporta un territorio y lo que recibe debemos descartarla de raíz. Sencillamente porque los territorios, comunidades o federaciones de un Estado no pagan impuestos. Éstos los pagan las personas trabajadoras y las empresas.
Porque si aceptamos ese axioma también podríamos referirnos a una “balanza fiscal personal”, donde mi vecina del quinto reciba más servicios públicos que yo, por su mayor aportación a las arcas públicas. Afortunada ella. En la configuración de las economías capitalistas en el estado moderno se han venido otorgando determinados roles económicos a un territorio u otro; con la conformación de las grandes urbes donde se han ido concentrando las sedes sociales de las empresas más importantes que –eso sí- operan en todo el Estado.
¿Por qué no hacemos una balanza territorial ambiental? Donde pongamos encima de la mesa la función de algunas zonas de la península a la que se nos asignó la parte más sucia y primaria de la producción, para finalmente trasladar la elaboración del producto final de la periferia a los centros de poder. O incluso dándose la paradoja de que esas mismas esquinas incluyan el mayor porcentaje de espacio protegido de la península –¡benditos nosotros, aunque no compute en el PIB!- que sirve hasta de retiro vacacional de todos y cada uno de los presidentes de gobierno de España.
Por lo que hemos conocido, en el acuerdo sobre “financiación singular” se introduciría un “principio de ordinalidad”, una cláusula que vendría a suponer todo lo contrario de una política redistributiva. Es decir, que las Comunidades Autónomas mantendrían su posición en el ránking a la hora de recibir recursos del Estado, en función de su aportación al mismo. Se consagra así la ignominia de la balanza fiscal territorial. Para eso, ciertamente preferimos un escenario de independencia donde “las rositas tengan sus espinitas”.